LA DISCIPLINA DEL SEÑOR


Compartimos una reflexión acerca de un tema que no siempre es popular aunque sí necesario: La disciplina del Señor. ¿Cómo y por qué nuestro Señor nos disciplina?

Y yo, Jeremías, pregunto: «¿Con quién voy a poder hablar? ¿Quién va a hacerme caso? Se tapan los oídos porque no quieren escuchar. Se burlan de la palabra de Dios
porque no la quieren obedecer. ¡Me invade la ira de Dios, y ya no puedo contenerme!» Dios me dijo: «Da rienda suelta a tu enojo sobre las pandillas de jóvenes, sobre los hombres y sus esposas, y aun sobre los ancianos. ¡Todos ellos serán capturados!  »Yo voy a castigar a todos los que viven en Judá. Sus casas, campos y mujeres pasarán a manos de otros. Les juro que así será.  »Todos desean lo que no es suyo, desde el más chico hasta el más grande. Ya no se puede confiar ni en el profeta ni en el sacerdote.  Con pañitos de agua tibia pretenden curar las heridas de mi pueblo. Insisten en que todo está bien, cuando en realidad todo está mal.  Han cometido los pecados más asquerosos, pero ni vergüenza les da, pues ya ni saben lo que es tener vergüenza. Por eso, voy a castigarlos, y todos serán destruidos. Les juro que así será.  »También les he dicho: “Deténganse en los cruces de camino, y pregunten qué camino deben seguir, y no se aparten de él.
Sólo siguiendo el mejor camino podrán descansar. ¡Pero ustedes se niegan a seguirlo!”  »Yo les he enviado mensajeros para advertirles del peligro, pero ustedes no han prestado atención.  Por eso quiero que las naciones sepan lo que le espera a mi pueblo. Quiero que todo el mundo me escuche: por los pecados que han cometido
voy a enviarles una desgracia, pues no quisieron hacerme caso, y rechazaron mis enseñanzas. (Jer 6:10-19)

El contexto era algo así. Un rey que llevó a su pueblo a ser uno de los más poderoso de su tiempo muere. Las revueltas empiezan a darse por todas partes. Los pueblos del sur se independizan. Los pueblos del oeste se rebelan. El hijo del rey, el heredero, es demasiado débil para soportar las revueltas. Su hermano se alza en armas y desea tomar el poder matándolo. Pueblos que antes habían sido aliados se vuelven contra aquella nación y caen en bandadas desde el norte. Todo esto se halla sucediendo en el plano internacional mientras Jeremías, un modesto israelita de una ciudad perdida en el mapa recibe una vocación profética de parte de Dios.

Un hombre apasionado de la tribu de Benjamín y ferviente seguidor de la ley de Dios es quien recibe un llamado a servir a su Señor como profeta en la ciudad de Jerusalén. Dios habla a Jeremías y le dice: “Antes de darte la vida, ya te había yo escogido; antes de que nacieras, ya te había yo apartado; te había destinado a ser profeta de las naciones[1] Desde su llamado hasta la caída de Jerusalén pasarán cerca de 40 años en los que el profeta dará sus mensajes a los reyes y al pueblo, en ocasiones incluso, jugándose la vida.

El reino del que hablábamos era Asiria y se hallaba en decadencia. Nínive, su capital, era una ciudad detestada por todos los israelitas, era la causante de la desaparición de la mitad de Israel pero ahora se hallaba en decadencia. Muchos se alegraban y veían en esto el merecido castigo de Dios por tanto daño que había hecho.

Con todo, Jeremías vuelve sus ojos a Jerusalén y lo que halla es pecado por todas partes. La mitad de Israel había caído en manos de los Asirios por causa de su pecado. La pregunta era: ¿Perdonará Dios a esta otra mitad si esta no se arrepiente?

Muchos creían que con la caída de Asiria los problemas se habían terminado. Sin los asirios en el mapa, quién podía atacar a Jerusalén.

Jeremías prefiere mirar más allá de Nínive y halla un pueblo que empieza a levantarse y ve en él la amenaza del castigo divino por el pecado de Jerusalén.

La predicación de Jeremías es desalentadora. Todos en Jerusalén se hallan alegres por la caída de Nínive pero Jeremías vaticina el fin de la gran ciudad de David si no se arrepienten y se vuelven a Dios.

Para cualquiera en los inicios de la predicación de Jeremías la idea de que Babilonia se alce como un gran imperio hubiese parecido muy remota. Sin embargo, Jeremías no ve la política mundial con ojos de analista político sino con ojos de profeta y en base a ello se convence de que el pecado de Jerusalén es demasiado grande como para que quede sin ser sancionado.

 

Hoy en día cuando leemos los textos de Jeremías y de los demás profetas, nos parece como si estuviésemos hablando de otro mundo, de otro Dios que aquel al cual adoramos. Hoy en día cuando vamos a los profetas buscamos mensajes de castigo para los otros, para los católicos, para los no-creyentes, para los ateos, nunca para nosotros mismos. Imaginarnos que Dios pueda actuar de una manera tan punitiva nos parece que no cuadra con nuestra manera de pensar. Si Dios es bueno, cómo va a castigar a su pueblo. No soy un santo, reclaman muchos, pero tampoco soy como aquellos criminales que roban y matan. Dios no podría castigarme a mí. Es más, si Dios es bueno cómo va a traer sobre mí o sobre mi familia, enfermedad, hambre o dolor.

En ocasiones repetimos la frase Dios es el mismo ayer hoy y siempre para demostrar que el puede hacer milagros como aquellos que hizo en Egipto, en Israel, con la iglesia primitiva, etc. Con todo nos olvidamos de que esa misma frase también puede significar que el puede castigarnos de la misma manera como lo hizo con el pueblo de Israel.

C. S. Lewis, un pensador cristiano que me hallo leyendo en estos días dice lo siguiente sobre la idea de Dios que a veces tenemos:

“Lo realmente satisfactorio para nosotros sería un Dios que dijera de todo cuanto nos gustara hacer: ‘¿Qué importa lo que hagan si están contentos?’. No queremos realmente tener un padre en el cielo, sino un abuelo, una benevolencia senil que disfruta viendo a los jóvenes, como suelen decir los ancianos, ‘pasándolo en grande’; un ser cuyo plan para el universo fuera sencillamente poder decir de verdad al final de cada día: ‘todos se lo han pasado bien’”[2]

Con esta idea de Dios, todo vale. Él es para nosotros tan bueno que no nos podría castigar. Ser cristianos de esta manera es muy sencillo. Dios no quiere sino que vivamos bien y que disfrutemos de la vida. Jamás nos reclamará nada ni nos disciplinará por alguna mala acción que hayamos cometido.

Desde esta perspectiva, un pecadillo aquí y otro allá no tienen porqué incomodarlo a Dios ni tampoco a uno. Es más, nos molesta que alguien pueda decirnos que Dios pueda castigarnos de algún modo. Dios debe considerar nuestra debilidad humana. Él debe comprender que no somos perfectos y que de uno u otro modo nos vemos empujados al pecado. Es verdad que todos pecaron como dice la Biblia, pero eso demuestra que la barra estuvo puesta demasiado alta. A fin de cuentas, resulta ser que Dios tuvo la culpa por nuestros pecados.

Así pues, preferimos evitar la idea de un Dios dispuesto al castigo. Hoy en día han aflorado por todas partes reflexiones en las que se ve a este Dios bonachón que sólo espera pacientemente nuestra divina voluntad. Un ejemplo lo hallé en el Internet. Dios se halla hipotéticamente hablando con una persona en estos términos:

Cuando te levantabas esta mañana,

te observaba y esperaba que me hablaras

aunque fuera unas cuantas palabras,

preguntando mi opinión o agradeciéndome por algo bueno

que te haya sucedido ayer.

Pero note que estabas muy ocupado buscando la ropa

adecuada para ponerte e ir al trabajo.

Tengo mas paciencia de la que te imaginas.

También quisiera enseñarte como

tener paciencia para con otros.

TE AMO tanto que espero todos los días por

una oración, el paisaje que hago es solo para ti.

Bueno te estas levantando de nuevo,

y otra vez esperare sin nada más que mi amor por ti,

esperando que el día de hoy me dediques un poco de tiempo[3].

La carga emocional de este relato es fuerte. Nos conmueve y nos impulsa a decirle un par de palabras a este Dios tan paciente.

Con todo, cuando salimos de ese mundo mágico de nuestra imaginación y nos dirigimos al texto bíblico nos encontramos con un Dios que difiere en gran medida de aquella caricatura de Dios que nos hacemos. Frente al dios adorno que nos dice Te amo tanto que espero todos los días por una oración, encontramos el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob que nos dice en Éxodo 20:5-6: “…yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen, y hago misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos.

Frente al dios bonachón que sólo quiere que nos la pasemos bien y que nos sintamos felices en el templo, frente a ese dios que no se enoja por nuestros pecadillos, nos encontramos con el Dios de la Biblia que le dice a Israel en Amos 5:23-24: Váyanse lejos con el barullo de sus cantos, que ya no quiero escuchar la música de sus arpas. Quiero que la justicia sea tan corriente como el agua, y que la honradez crezca como un torrente inagotable[4].

Parece malo este Dios a los ojos de quienes se acostumbraron al dios bonachón de los tiempos contemporáneos. Algunos no dudan en diferenciarlo del Nuevo Testamento. El dios de ira del Antiguo Testamento es distinto del Dios de misericordia del Nuevo Testamento.

Sin embargo en el Nuevo Testamento leemos que Jesús les dice a aquellos que quieren ser sus discípulos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará”[5]. Y en otra ocasión les dice a sus discípulos “si vuestra justicia no fuera mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos”[6]. A los fariseos les dice:

¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!, porque sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera, a la verdad, se muestran hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia. Así también vosotros por fuera, a la verdad, os mostráis justos a los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía e iniquidad.

¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!, porque edificáis los sepulcros de los profetas y adornáis los monumentos de los justos, y decís: «Si hubiéramos vivido en los días de nuestros padres, no habríamos sido sus cómplices en la sangre de los profetas». Con esto dais testimonio contra vosotros mismos de que sois hijos de aquellos que mataron a los profetas. ¡Vosotros, pues, colmad la medida de vuestros padres! ¡Serpientes, generación de víboras!, ¿cómo escaparéis de la condenación del infierno? Por tanto, yo os envío profetas, sabios y escribas; de ellos, a unos mataréis y crucificaréis, y a otros azotaréis en vuestras sinagogas y perseguiréis de ciudad en ciudad. Así recaerá sobre vosotros toda la sangre justa que se ha derramado sobre la tierra, desde la sangre de Abel, el justo, hasta la sangre de Zacarías hijo de Berequías, a quien matasteis entre el templo y el altar[7].

A aquellos que podrían creer que Jesús está en desacuerdo con aquellos profetas que predicaron juicio y que pusieron una barra demasiado alta para el hombre, Jesús mismo les contesta diciendo: “No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir. Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido”[8].

Jesús, quien es nuestro guía espiritual por excelencia, quien nos guía hacia el padre y nos promete la vida eterna, no baja la barra sino que la mantiene alta. No retiene el juicio sino que se mantiene en la posición de los profetas: si no se arrepienten de sus pecados serán castigados.

En este mismo tiempo estaban allí algunos que le contaban acerca de los galileos cuya sangre Pilato había mezclado con los sacrificios de ellos. Respondiendo Jesús, les dijo: ¿Pensáis que estos galileos, porque padecieron tales cosas, eran más pecadores que todos los galileos? Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente. O aquellos dieciocho sobre los cuales cayó la torre en Siloé, y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que todos los hombres que habitan en Jerusalén? Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente.

La idea de que Cristo es más condescendiente con nosotros o de que el Dios del nuevo testamento es diferente y más bueno que el del antiguo se cae con estas palabras de Jesús. Pero cómo, sigue siendo la pregunta, cómo un Dios bueno y misericordioso puede exigir tanto del hombre y amenazarnos con su juicio si no le obedecemos.

El problema radica en que suponemos que Dios debe amarnos de un modo tan especial que tan siquiera nosotros mismos lo expresaríamos. En primer lugar, la indiferencia no es signo de amor. Si una pareja se prodiga amor, esto se manifestará en el anhelo mutuo de estar bien y más aun de ser mejores cada día. No estoy hablando de un amor egoísta que quiere cambiar a la pareja al antojo de uno de ellos, sino aquel amor que busca que la pareja se supere y sea mejor. Si este estilo de amor lo aplicamos a Dios, y que quede constancia que la Biblia ya lo aplicó en Efesios 5, nos damos cuenta de que las exigencias de Dios parten de un amante esposo que anhela que su esposa sea mejor cada día. Dios nada gana con nuestras alabanzas y nuestras oraciones, a quien le beneficia es cada uno de nosotros. El nos exigirá y nos disciplinará hasta que vea que hemos aprendido la lección.

De igual manera, otra metáfora que se halla presente en la Biblia respecto de la relación que tenemos con Dios es la que nos asemeja con el hijo con su padre. Con todo, no se trata de cualquier padre, no se trata en muchos aspectos del estilo de padre que hemos modelado durante los últimos siglos. Se trata de aquel estilo de padre del siglo primero.

Quizás para bosquejar un ejemplo del estilo de padre que tiene en mente Jesús al hablarnos de Dios como nuestro padre podamos usar una escena que vi hace poco en una serie de dibujos animados de la Biblia. En ella se ve a los judíos en Babilonia. Uno de los niños jugando por las calles de aquella gran ciudad se topa con una casa en la que mira al fondo del patio del frente una oveja que se ha enredado en una soga y se está asfixiando. Consciente de las consecuencias si lo descubren, se acerca a la oveja para aflojarle la soga. Mientras lo hace uno de los criados de la casa lo ve y lo detiene. Lo acusa de ladrón y lo amarra a un árbol. Las consecuencias para un esclavo -que es lo que eran los israelitas en babilonia- eran gravísimas frente al robo. Uno de los amigos del niño llama a la madre quien llega de inmediato y, dirigiéndose al dueño de la casa dice lo siguiente:

–      Señor, yo he soportado muchas pruebas muy terribles. He perdido a mi marido, la casa y todo lo que poseía. He perdido mi patria. Pero para mí la desventura más grande es que mi hijo haya hecho algo que infrinja la ley del Señor. Te lo ruego, dame el justo castigo que corresponde a su falta.

–      ¿No has venido aquí a pedirme que te devuelva a tu hijo?

–      No. No quiero que me sea devuelto. Quien desobedece los mandamientos de Dios debe ser castigado por este para que no peque más… y con él deben ser castigados sus padres. Yo como madre sólo tengo esto para ofrecer en compensación por el daño hecho. [se saca un collar de perlas y se lo ofrece al dueño de casa] Un recuerdo de mi madre quien murió en el desierto mientras éramos conducidos a Babilonia. Yo te lo doy a ti.

Aquel dueño de casa, admirado por la voluntad férrea de los judíos no acepta aquel presente. Y le devuelve al niño.

Este es un ejemplo del tipo de padres al que nos hace referencia el texto bíblico. Un padre que no sólo que está dispuesto a someter a su hijo a la disciplina si ésta es necesaria para que el pequeño aprenda a obedecer la ley de Dios, sino un tipo de padre que está dispuesto él mismo a someterse a igual castigo que su hijo por la desobediencia de aquel.

La relación de Dios con nosotros es como la de un padre, dice la Biblia, pero como la de estos padres que están dispuestos a la disciplina, y en ocasiones severa si esta es provechosa para el desarrollo del niño.

Las exigencias divinas, incluso cuando a nuestro oído natural suenan como apremios de un déspota, en vez de como ruegos de un amante, nos conducen realmente adonde nos gustaría ir si supiéramos lo que queremos. Dios reclama de nosotros que lo adoremos, le obedezcamos y nos postremos ante Él. Creemos acaso que estas acciones pueden procurarle algún bien a Dios o causarle algún temor, tal como ocurre en el cura de Milton, según el cual la irreverencia humana puede ocasionar ‘una disminución de su gloria’? […] Dios quiere nuestro bien, y nuestro bien es amarle con el delicado amor propio de las criaturas. Pero para amarle debemos conocerle. Cuando le conozcamos nos postraremos ante su presencia. No hacerlo es una prueba de que el ser al que intentamos amar aún no es Dios, aunque tal vez sea la mayor aproximación a Él de que es capaz nuestro pensamiento y nuestra imaginación. La llamada divina no pretende únicamente que nos postremos ante él y le reverenciemos temerosamente. Se trata, más bien, de una invitación a reproducir la vida divina, a participar como criaturas de los atributos divinos, lo cual es algo muy superior a nuestros actuales deseos. Se nos manda ‘revestirnos de Cristo’, asemejarnos a Dios[9].

El castigo o -para decirlo en términos que quizás causen menos repulsión a nuestro pensamiento occidental contemporáneo- la disciplina nos es impartida de parte de Dios con un propósito amoroso. Las razones por las cuales nos empuja a amarlo y obedecerlo no son razones egoístas que guarde Dios para sí mismo. La razón es su amor para con nosotros. Más de lo que nosotros mismos podamos hacerlo, Dios busca nuestro bien y por ello en ocasiones usa la disciplina con nosotros. En ocasiones es una amonestación personal y en otras se trata de una amonestación general, es decir a toda la iglesia o incluso al pueblo cristiano de una nación.

Las razones que llevaron a Dios a disciplinar con tanta fuerza al pueblo de Israel en los tiempos de Jeremías se relacionaban con el hecho de que el pueblo había perdido ese respeto y reverencia que merecían la palabra de Dios y el templo. Ya no sentían vergüenza por sus pecados.

Hoy por hoy me preocupa ver algo similar entre algunos hermanos. Falta de respeto por la Palabra de Dios. Irreverencia ante el templo. Desvergüenza ante el pecado cometido.

La confesión de pecados que podamos hacer falla cuando es hecha con justificativos del tipo: Somos humanos y pecamos, así soy yo, etc. También falla cuando es hecho, no con arrepentimiento y dolor por haber ofendido al Creador sino buscando aliviar la tensión con una pequeña sonrisa que busca la complicidad de los oyentes o incluso sintiendo orgullo por el pecado cometido.

Tenemos la costumbre de suponer que somos buenos -aunque la Biblia diga que no hay justo ni aún uno- y que los pecados que cometemos son esporádicos y excepcionales cuando en realidad son cotidianos y constantes. Nos pasa, dice Lewis, como a los malos tenistas cuando califican de ‘mal día’ a los yerros de siempre y llaman un ‘día normal’ a los aciertos excepcionales que realizan.

Con mucha cautela digo lo siguiente. Me temo que estemos pasando por un tiempo de disciplina de nuestro Señor. Un tiempo que está empezando. Un pastor a quien aprecio mucho y que tiene mayor conocimiento sobre esto me mencionó que en otras iglesias hay dificultades como las que nos hallamos pasando en la nuestra. La disciplina está llegando a la iglesia del Ecuador. Al menos a aquellas que predican a Cristo y que tiene por Padre al Señor. Recordemos que la disciplina también es una señal de los hijos de Dios pues Él a los que ama disciplina. “Si se os deja sin disciplina, de la cual todos han sido participantes, entonces sois bastardos, y no hijos” dice Hebreos 12:8.

Amados hermanos la razón de la disciplina es corregir los malos pasos. Pienso que es necesario empezar a corregir aquellos malos pasos que hasta ahora cada uno ha estado dando. Volver a Dios y buscarlo. Reflexionar sobre los pasos dados y pedir perdón a Dios por el pecado que hemos cometido. “Si se humillare mi pueblo, sobre el cual mi nombre es invocado, y oraren, y buscaren mi rostro, y se convirtieren de sus malos caminos; entonces yo oiré desde los cielos, y perdonaré sus pecados, y sanaré su tierra”. 2 Crónicas 7:14


[1]Jeremías 1:5

[2]LEWIS, C. S. (2006): El problema del dolor. Madrid: RIALP. Pág. 47.

[4]Biblia Latinoamericana 1995

[5]Mateo 16:24-25

[6]Mateo 5:20

[7]Mateo 23: 27-35

[8]Mateo 5:17-18

[9]Lewis C. S. (2006). Pág. 59-60

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