La melodía de Dios

Joshua Bell, considerado el poeta del violín actuó en cierta ocasión de incógnito en una estación del metro de Washington D.C. Durante una hora hizo gala de sus dotes artísticas así como de su violín Stradivarius valuado en 3,5 millones de dólares sin que nadie lo notara. Sólo al final una mujer notó que aquel que tocaba el violín no era un artista callejero sino el violinista que había escuchado tres semanas atrás en la Biblioteca del Congreso pagando por oírlo un ticket de $100.
Quienes organizaron el experimento constataron que a menudo la gente está demasiado ocupada en sus quehaceres y negocios. Como seres mecanizados pasamos sin percatarnos de que por allí entre la bulla de la ciudad se esconde algún tesoro.
Y a veces también entre la bulla y la rutina se esconde nuestro Dios. Tocando su mayor sinfonía para deleite de quienes se detienen a escucharlo. Unas notas que suenan a salvación, una melodía que salta para vida eterna. Hay quienes pasan de largo. Están demasiado ofuscados con su rutina para dejarse seducir por el clamor de la eternidad. Hay quienes se detienen por un instante y es como si una voz en su interior los llamara a quedarse y dejar allí sus cargas. Pero siguen su camino pues la vida les ha enseñado a cerrar sus oídos a esas voces. Y qué duro es desaprender eso. Pero hay quienes se detienen, se dejan envolver por la fragancia de vida que emana de Dios, dejan allí sus cargas y descubren que lo que han encontrado es un tesoro. Un tesoro por el cual vale la pena no sólo hacer incursiones esporádicas cada semana, sino que es un tesoro por el cual vale la pena dejarlo todo. Comprenden que toda su vida pasada es como una película en blanco y negro ahora que han descubierto el color de la vida que emana de la música del creador.

El reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo, el cual un hombre halla, y lo esconde de nuevo; y gozoso por ello va y vende todo lo que tiene, y compra aquel campo.